Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo’, reza una de las frases pintadas en cada kilómetro que conduce a Chiquinquirá, capital católica en tierra boyacense. Esta región de contrastes geográficos, culturales y religiosos se ubica a 114 kilómetros de Bogotá, algo más de 2 horas y media.
A lo lejos, desde el parque Julio Flórez hacia la basílica de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, avanza lento y con dificultad doña Teresa, sus rodillas soportan el peso de una dura promesa de la que prefiere no hablar. Como ella, cada año más de 500.000 peregrinos llegan hasta este santuario en busca de un milagro, para cumplir penitencias o asistir a las homilías cada hora y media.
Para quienes llegan buscando los contrastes culturales que abundan en el valle del río Suárez, a una cuadra de la plaza de la Libertad se encuentra don José Hernando Castro, el mejor tallador de tagua, marfil vegetal cultivado en el occidente de Boyacá y Santander.
El buen estado de las carreteras permite que los turistas conozcan varios municipios en un mismo día, y, lo mejor, a bajo costo. Hasta Chiquinquirá, por ejemplo, un tiquete en flota puede costar entre 20.000 y 24.000 pesos.
En Boyacá, “los sentimientos se reflejan a través de la comida”; lo dice doña Irene, quien conserva la tradición de preparar en horno de carbón arepas de maíz pelao, mazorca y cereal; es una parada obligatoria, en un modesto quiosco, a un kilómetro entre Sutamarchán y la pintoresca Ráquira.
A esta última llegan familias y extranjeros en busca de doña Rosa María Jerez, artesana que mantiene viva la tradición de trabajar el barro con la mano, sin moldes, y quien se ha especializado en crear las Otilias, las vírgenes ícono de la población. Tenía 6 años cuando comenzó a fabricarlas. En esta región era común que los niños aprendieran a moldear el barro antes de leer o escribir.
Ráquira está a solo 39 kilómetros de Villa de Leyva, y su recorrido resulta llamativo por el contraste que hay entre las zonas de páramo con sus nacimientos y reservorios de agua hasta las zonas desérticas. Para acompañar el trayecto, ¿por qué no hacer una parada en Sutamarchan, tierra de la longaniza y la yuca tostada? Es un plato de 30.000 pesos que alcanza para cuatro personas.
En Villa de Leyva es fácil enamorarse de sus angostas calles, que gritan su historia desde 1572, historia que escribió el precursor de los derechos humanos, don Antonio Nariño, quién escogió la villa como lugar de descanso y murió allí el 13 de diciembre de 1823; y es la cuna del general Antonio Ricaurte.
En esta villa reside una colonia de extranjeros que, como muchos colombianos, se han radicado para ofrecer una variada gastronomía. El mute, la changua, el mondongo, las almojábanas y el pandeyuca son algunos de los platos que más piden los visitantes. En la población hay 355 hoteles registrados, entre ellos las viejas casonas de estilo colonial y con grandes patios repletos de buganvilias y geranios.
Saliendo por la vía a Tunja se encuentra el puente de Boyacá, dónde se vivió la batalla decisiva de la Independencia. En época decembrina se destaca por ser uno de los destinos más visitados por su iluminación, que año tras año ha representado las iglesias y sitios turísticos.
A 25 minutos desde el puente está la provincia de Tundama, donde el municipio de Paipa enciende sus entrañas para dar agua medicinal a los locales y viajeros que emprenden la travesía para llegar a este paraíso. Por su origen volcánico, sus aguas termales alcanzan hasta los 78 °C y concentran minerales como sodio, yodo, boro, potasio, azufre y cloro.
Hoteles como la casona El Salitre, construido hace poco más de 200 años, ofrecen una combinación de cultura, arquitectura e historia. Fue aquí donde el Libertador Simón Bolívar se alojó tras la batalla del pantano de Vargas. Su cuarto se ha mantenido casi intacto: una cama doble de madera rústica y tendidos blancos, un lienzo de cuero y una pileta de piedra en la cual el viajero se puede bañar con agua termal. Para extranjeros y nacionales resulta atractivo alojarse en este cuarto, así tengan que pagar 500.000 pesos la noche.
Por la misma carretera aparecen ante los ojos del visitante montañas y valles con más de diez tonalidades de verdes. La vía conduce, a 25 minutos, al municipio de Nobsa, tierra de la ruana y los tejidos. Desde niños, más de 300.000 hombres y mujeres han aprendido el arte del tejido con dos agujas, croché, macramé y el telar horizontal para hacer sacos, bufandas, gorros, guantes.
Y más adelante está Monguí, pueblo patrimonio que por sus características coloniales y sus casas de adobe se ha mantenido como congelado en el tiempo. Es la tierra de los balones y donde desde hace más de un siglo familias enteras se dedican a coserlos y vulcanizarlos. Paradójicamente, en este municipio ubicado a 2.928 metros, “sobran los balones, pero faltan jugadores”, señala Édgar Ladino, quien conserva la tradición de su familia como fabricante.