Mi padre era como un roble, fuerte, eterno, así lo veía yo, la menor de una familia conformada por tres hermanos: Marco, Duver y Yuldy; mi mamá Rosa y mi papá. En sus años mozos tenía un bigote grueso y negro como el de José Alfredo Jiménez, que con el paso del tiempo se fue poniendo blanco. Su porte era elegante y su andar altivo, que ni siquiera el paso de sus 93 años logró doblegar.
Cada mañana me despertaba con su voz recia y su guitarra repitiendo las estrofas de su más reciente canción, una y otra vez durante cada día, durante muchos días, al final me llamaba para que la escuchara a los pies de su cama y yo, una niña convertida en su primer público, la oía atentamente como si nunca la hubiera escuchado, difundió EL ESPECTADOR.
Nuestra casa era grande, tan grande como el corazón de mi papá, que no tenía reparo en recibir a sus colegas músicos que llegaban a Bogotá en búsqueda de oportunidades y acogerlos como sus hijos, a pesar de los reclamos de mi mamá, que se quejaba porque “a esta casa ya no le cabe un tinto”. Tanto así que a mí me tocó ceder mi cama en muchas ocasiones y dormir con mi hermana para darle cabida a un nuevo huésped.
De tal manera que mi casa parecía la casa del ritmo, llena de músicos y de música en cada rincón. En las paredes, fotografías daban fe de sus triunfos viejos, como cuando viajó por primera vez, en 1958, con su trío Canvall a Estados Unidos y luego a Cuba en plena revolución; imágenes de otra de sus agrupaciones: Los Vlamers de Marco Rayo, con los que conquistó el mercado mexicano en los años 60 con cumbias y porros, llegando a escenarios como el emblemático Teatro Blanquita, donde se codeó con lo más granado de la música; retratos con Agustín Lara, José Alfredo Jiménez y Olga Guillot dan cuenta de ello. Éxitos que anhelaba repetir junto a mis hermanos, con quienes conformó, a finales de los años 70, la Orquesta Órbita 99 de Marco Rayo y con la que soñaba conquistar a España con la música colombiana.
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Le encantaba contar las historias de sus viajes, de sus hazañas, en las grandes fiestas que organizaba, como buen anfitrión que era. En nuestra casa se daban cita periodistas, músicos, poetas y humoristas. Noches irrepetibles en las que estrenaba con orgullo sus creaciones.
Marco Rayo nació en Cartago el 15 de abril de 1918, allí donde “hasta las piedras piensan y los gallos cantan bambucos al amanecer”, como repetía una y otra vez al referirse a su pueblo. Campesino y carpintero, con sus manos construyó su primera guitarra y el río de su pueblo fue su primera inspiración.
“Cartago tiene lo más querido que no se ha visto en otro lugar, tiene a su vieja que es un tesoro de hermosas curvas y suave andar”, fragmento de La vieja. Luego vinieron muchas otras: A mi Colombia, El rancho, Isla de Salamanca. Ganador en dos ocasiones del Festival de la Canción Colombiana de Villavicencio, con las obras Valle del Cauca y Contienda musical. Así mismo fue pionero de la música publicitaria, en la que se destacó su jingle de La Fina, la margarina.
Pero sin lugar a dudas, su más insigne composición es la cumbia Cartagena de Indias, canción que escribió sin conocer La Heroica. Y así, sin conocer casi nada, sin saber casi nada, más que unas pocas letras, recorrió caminos y cruzó fronteras.
“He cruzado caminos, he subido montañas, he trasegado el mundo con inquieta pasión y hoy tan solo me queda regresar a mi pueblo, a mi pueblo querido, donde vendí melones, caímos piñas y aprendí de la vida la primera canción”, fragmento de Después de los caminos.
Compuso más de 150 canciones grabadas en casetes Maxell, que atesoraba en su cuarto, de donde pocas veces salía. Muchas de ellas formaron parte de Un canto a Colombia, un proyecto al que dedicó más de veinte años. Una serie de canciones descriptivas dedicadas a las regiones de Colombia y a la belleza de sus paisajes, que soñaba grabar para que el mundo conociera a su país por medio de canciones. Porros, bambucos, cumbias y currulaos formaban parte de esta amalgama de composiciones.
Envió cartas, que pacientemente mi madre escribía en la vieja Olivetti, a presidentes, ministros y empresarios para que financiaran su proyecto y, como el coronel, pasó sus últimos años esperando la respuesta que casi nunca llegó, y cuando llegó era para agradecer la propuesta y negarle el apoyo. Igual eso no lo desanimaba; por el contrario, su terquedad lo motivaba a escribir una carta más. No sé si al final escribió más cartas que canciones.
Cien años después de su nacimiento lo recordamos, lo revivimos mediante su música, que mi hermano ha desempolvado cuidadosamente de los viejos casetes y con la colaboración de muchos amigos y colegas sonará por primera vez como él lo soñó; por todo lo alto en un gran concierto organizado por la entidad Mussico en el Teatro Libre de Chapinero, este viernes 30 de noviembre a las ocho de la noche.
Se trata de un tributo póstumo acompañado de un homenaje en vida a Eddy Martínez, Ruth Marulanda, Iván Benavides, Patricia del Valle y Tom Abella. Con la participación especial de María Isabel Saavedra, Gustavo Adolfo Rengifo y Catalina Briceño en un tributo a su obra, acompañado todo esto con el Ensamble de Jazz de la Universidad Sergio Arboleda.
Los esperamos a todos en esta fiesta de la música, como esas que él solía organizar, una noche para celebrar la vida de un soñador y visionario que con su talento creativo describió a Colombia en un solo canto que esperamos llegue hasta el cielo y más allá.