Paramilitares leales a Daniel Ortega toman Masaya, cuyo barrio indígena asegura que no se doblegará
Por perder, la familia y los amigos de Josué Rafael Palacios han perdido hasta el miedo. Camino del cementerio, el cortejo que cargaba el féretro de este carpintero de 33 años, se cruzaba este miércoles con medio centenar de encapuchados. Apostados en la pared y en las vallas de un polideportivo, armados con AK-47, las miradas desafiantes bajo los pasamontañas se cruzaban con la vista perdida de quien llora a un muerto y la cabeza erguida de quien no teme.
A primera hora del martes, Palacios salió de su casa para ayudar a los grupos que se preparaban para combatir el asedio de Monimbó, el barrio indígena de Masaya, el bastión de la resistencia a Daniel Ortega. Una localidad de 160.000 habitantes, apenas a media hora de distancia de la capital, Managua, con una historia cargada de gestas. Esta ciudad fue bombardeada por Somoza en los estertores de la dictadura. El martes, justo 39 años después de que conociese la salida del país del dictador después de negociar con Estados Unidos, el que durante años fue conocido como Día de la Alegría, se tiñó de amargura.
Unas 2.000 personas armadas leales a Ortega, entre policías y fuerzas de choque, a las que ya nadie llama turbas y todos consideran paramilitares, uniformados de azul y encapuchados, se lanzaron a la conquista del bastión rebelde desde primera hora del martes. Portaban las mismas armas largas que cargaban un día después mientras caminaban triunfantes por las calles de la ciudad. El armamento pesado contrastaba con el casero de la resistencia. En el caso de Palacios, su padre asegura que sólo cargaba con una especie de revolver casero. “Su mujer le insistió en que, por favor, no saliese de casa, pero quería ayudar a los muchachos”, contaba camino del cementerio, con voz entrecortada, el padre de la víctima, José Ariel Palacios, de 54 años. Su hijo recibió un disparo en el pecho y otro en la cadera. El cuerpo permaneció tendido durante horas en el suelo. Nadie lo pudo retirar. Los paramilitares acechaban.
José Ariel es un vaivén de tranquilidad y rabia. Apenas 100 metros separan la puerta del cementerio del polideportivo Lomas de Sandino, donde los verdugos observaban desafiantes, armas en mano, el paso del cortejo y ahora juegan al fútbol como si nada. El padre de uno de los muertos en los enfrentamientos –la cifra varía entre cuatro y seis– asegura que al pasar junto a ellos sintió “un repelo en la piel, unas ganas de agarrar un arma y también matarlos a ellos”. Un sentimiento de traición permea también a este carpintero de 54 años, cuando recuerda que en los ochenta salió a combatir por los que hoy enarbolan una bandera que acabó con su hijo. Una muerte que no le va a apartar de decir lo que piensa: “Yo no les tengo miedo, porque sé que voy a morir, que todos vamos a morir, pero no de esta manera”.